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martes, 2 de octubre de 2007

Gramófono - Milagros inesperados al compás de un gramófono



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Milagros inesperados
al compás de un gramófono



Contra toda posible apuesta, hace un par de semanas, y luego de diez años de darle vueltas a la idea, compré un gramófono.
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Repito, de nuevo, sí, para que quede claro: un gramófono, de esos con bocina de bronce y cuerda.
Con cuerda, señor, con cuerda.
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Y si bien conseguí un precio razonable (el aparato está restaurado y al menos algunos tornillos no son originales), a más de uno le asombró que este ferviente defensor de la música digital haya invertido algo de dinero en semejante reliquia.
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La reliquia, sin embargo, funciona a la perfección y me ha enseñado en estos pocos días mucho más sobre la digitalización que todos los dispositivos high tech que probé en el mismo período.
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Hace mucho, como digo, que quería un gramófono para escuchar la colección de discos de pasta que heredé de mi madre y porque, con lo que me gusta la música, siempre me intrigó cómo habría sido aquella experiencia.
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Algunos recientes relatos de nuestros lectores no hicieron sino incentivar mi curiosidad. Así que desempolvé los álbumes y encontré discos de Elvis Presley, Frank Sinatra, Enrique Alessio, Aníbal Troilo, Bing Crosby, Benny Goodman, Tommy Dorsey, Oscar Alemán, ¡y hasta Liberace!
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Este último me sirvió para ubicar la época en que mi madre habría comprado sus discos: después de 1953.
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Tiene sentido, porque había nacido en 1935.
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Me consta que nunca los oyó en un gramófono,
sino en aparatos eléctricos con cápsulas para discos
de 78 revoluciones por minuto.
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Mi propósito era viajar más atrás.
A menos que uno vea en persona estas colecciones de discos de pasta, la palabra álbum que se usa hoy para los CD (y hasta para los LP de vinilo) tiene poco sentido.
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¿Dónde está, a fin de cuentas, el álbum ?
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Es que las palabras quedan y las tecnologías pasan.
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En aquellos años idos, cada disco traía sólo dos canciones, una por cada cara (originalmente, los discos de Emile Berliner, inventor del gramófono, tenían nada más que una cara grabada).
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Así que para más o menos animar una fiesta o pasar un rato escuchando música hacía falta una docena de placas.
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Se las guardaba en libros de tapas duras que en lugar de páginas tenían doce sobres.
En la parte interior de la tapa había renglones para anotar los nombres de temas e intérpretes de los discos guardados en el álbum; medio siglo después, la letra de mi madre todavía puede verse allí claramente.
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Como las "tags" de los MP3, pero considerablemente más robustas.
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Es una de las primeras lecciones que uno aprende: que casi todo lo que disfrutamos hoy tiene un equivalente arcaico, y uno no puede dejar de admirar el que alguien tuviera el tiempo, la paciencia y, en ciertos casos, la fortaleza física para usar esta clase de tecnología.
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Por ejemplo, un álbum pesa 3 kilos y cien gramos.
Dicho de otro modo, la cantidad de música que tenemos hoy en un compacto ocupaba el tamaño de una notebook grande y pesaba más que una guía de teléfono.
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O para ponerlo en términos más brutales, los 140 discos que tengo en mi reproductor MP3 de bolsillo habrían marcado 434 kilos en la balanza más de medio siglo atrás.
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De modo que me llevó bastante trabajo reunir 48 discos con la música que me interesaba en cuatro álbumes.
Al cabo de cuarenta y cinco minutos de labor llegué a la conclusión de que había creado unas cuatro listas de reproducción; eso sí, sólo había movido de lugar 96 canciones. Hoy lo haríamos unas 500 veces más rápido.
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En cuanto al gramófono, claramente restaurado y sin identificación de fecha de fabricación ni marca, es una lección en sí mismo.
Hay que darle cuerda y manipular su voluminoso brazo de bronce para entender la férrea voluntad cultural que tenemos los seres humanos.
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En el extremo del brazo está, rodeada por una carcasa metálica circular, la membrana, a la que se conecta por medio de un alambre la púa.
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Nunca mejor usada la palabra. Se trata de una aguda punta de metal del tamaño de un clavo pequeño, que sigue el surco y vibra con él.
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Estas vibraciones se transmiten a la membrana por medio del alambre y la bocina hace las veces de megáfono.
Habituado a los delicados discos compactos y al intangible láser, poner el primer disco en el gramófono fue como sacarle punta a un lápiz con un hacha.
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Limpié lo mejor que pude esos discos que no habían sido tocados durante como mínimo 45 años, le di cuerda al aparato, solté el freno (una palanca al costado) y el plato empezó a girar, no sin cierta modorra.
Y al final, lo inevitable, colocar la filosa púa sobre el disco.
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Bastó un segundo para que entendiera por qué nunca había logrado amigarme con los vinilos.
El espectáculo de un clavo recorriendo el disco y, sobre todo, el ruido que esto hace, mucho más fuerte y real de lo que uno percibe en las películas, me pareció de una agresividad incalificable.
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Hubo un instante en que tuve la convicción de que había malgastado mi dinero.
Pero de pronto, dos segundos después, empezó la música.
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Y ahí entendí. A nadie podía parecerle un buen método. A nadie podía gustarle esa punta de hierro raspando el duro plástico (en rigor, un polímero natural llamado goma laca).
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A nadie podía divertirle tener que levantarse a darle cuerda y cambiar de disco a cada canción.
Pero ese gigantesco y torpe mecanismo estaba produciendo música.
No cualquier música, no la ejecución mecánica de la pianola, sino música interpretada por personas.
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No le voy a mentir. Fue un instante de revelación.
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Esa maquinaria impensable, tosca, ingenua, casi brutal, de pronto estaba llenando el ambiente con la voz de Sinatra. Entonces, el sonido horrendo de la púa, la cuerda que se iba agotando inexorablemente y la catastrófica calidad del sonido dejaron de importar.
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Aunque hoy estemos excesivamente habituados, ese gigante gentil estaba produciendo un milagro.
No puede hablarse de calidad de sonido.
Es monofónico y suena muy pero muy mal. Punto. A fuerza de ver películas uno asocia esta clase de sonido con cierto clima antiguo y romántico, pero nada más.
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Suena mucho peor que una radio antigua y no puede ni compararse con la tecnología que tenemos hoy.
Ni siquiera se lo puede comparar con el vinilo.
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Pero sólo después de haber visto lo que un gramófono hace, allí, en vivo, entendí que había una misma línea conductora entre los primeros cilindros de Edison y un iPod.
Me convencí, en ese momento, de que alguna vez miraremos también el iPod con la misma afectuosa nostalgia con que ahora vemos estos gramófonos.
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Con una diferencia, claramente.
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Dentro de 50 años será imposible
conseguir baterías para un iPod,
mientras que el gramófono
seguirá girando,
si le damos cuerda.
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Por Ariel Torres
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